Hoy no voy a hablar de música, a pesar del título. Dicen que en la canción "American Pie", Don McLean se refirió así a la muerte de Buddy Holly. A mí me recuerda a la primera vez que tuve que digerir la muerte como algo real.
Entendámonos, para mí la muerte siempre ha estado presente en la vida, como buen gallego (dicen). No me criaron creyendo que me fuese a estallar la cabeza por oír que alguien se hubiese muerto, y ya desde muy pequeño era (como sigue siendo) habitual en las conversaciones de mis familiares hacer algún que otro repaso de cuánta gente se había mudado de barrio recientemente. Incluso a alguna persona cercana a mí ya le había tocado el boleto. Pero el día al que me refiero fue la primera vez que noté el impacto de saber que no volverás a ver a un ser muy querido, muy próximo.
Mi abuelo estaba enfermo, aunque ni a él ni a mí nos habían dicho cuanto. En fin de año tenía molestias y, según supe después (él no), hacia el 5 de enero ya le habían diagnosticado un cáncer terminal con metástasis. Murió el 10 de enero, sin darme tiempo a despedirme, sin saber que se iba...
Por aquel entonces estábamos viviendo en casa de mis abuelos ("el abuelo está enfermo, la abuela no da abasto..."), así que al salir del instituto y después de recoger a mi hermano en la estación, volvimos a casa de mis abuelos para descubrir que una ambulancia se llevaba a mi abuelo al hospital. A partir de ese momento empieza la neblina. Ajetreos, carreras. Todo el mundo se va a escape mientras mi hermano y yo nos quedamos comiendo. No suelo perder el apetito por nada, pero en este caso creo que ni siquiera me había dado cuenta aún de lo que pasaba. Entre todo el ajetreo habían llegado las vecinas, que muy amables se ocuparon de recoger y fregar. Sólo nos dio mala espina que cuando acabaron con los platos empezaron con el resto de la casa, baldosa a baldosa.
Mi hermano y yo nos metimos en el salón y estuvimos cosa de una hora o dos sin cruzar palabra. Creo que ahí ya nos habíamos hecho a la idea de lo que pasaba y de lo que iba a pasar, y nos dimos cuenta de que el trastorno obsesivo con la limpiza de nuestras vecinas se debía a que preparaban la casa para el velatorio, a conciencia. Algún tiempo después, soy incapaz de precisar cuánto, sonó el teléfono y comenzamos a oír sollozos. No sé mi hermano, pero yo ya lo sabía de alguna forma. Cuándo alguna de ellas sacó valor para venir a hablar con nosotros, nos levantamos como autómatas y antes de que dijera nada (creo recordar) dijimos casi al unísono "Lo sabemos" (o quizá sólo lo pensamos, los recuerdos son difusos). La música había muerto hacía casi una hora.
No me voy a extender aquí con cuánto echo de menos a mi abuelo (hay gente de sobra que lo sabe), ni quiero llevar esta narración hasta el entierro o después, pues el momento que quería contar ya ha llegado. No importan los pésames, la desmedida cantidad de gente que había en el velatorio (que finalmente no fue en casa) ni cuánto me enfadé conmigo mismo al descubrirme bromeando en el tanatorio. Todo eso es después, ya lo había digerido.
Es curioso, pero no recuerdo todo eso con especial tristeza, sólo que me gustaría que mi abuelo hubiese conocido a mi novia, hubiese asistido a mi graduación, hubiese visto a mi hermano convertido en médico (y conocido a su novia también)...
Y eso es todo. Triste para los que nos quedamos, alegre cuándo recordamos a los que se fueron, pero nada traumático de por sí. Hubo muertes antes y hubo muertes después, pero esa fue la primera que comprendí, la primera que viví.
Espero no haber despertado recuerdos desagradables. Simplemente tenía que contarlo.
domingo, abril 23, 2006
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